domingo, 27 de mayo de 2018

Estable dentro de su gravedad



“Estable dentro de su gravedad”. Frase que escuché decir muchas veces a los médicos y matronas del Servicio de Neonatología del Hospital Regional de Antofagasta. Son palabras que todavía resuenan en mi cabeza y que cada vez que las escucho de algún amigo, familiar o en la televisión, se remueve todo mi interior. ¿Por qué?
Soy escritora, mujer y madre de tres hijos. Del último es de quien les hablaré. Un niño prematuro de 21 semanas y 720 g.
Yo había perdido el líquido amniótico y durante dos semanas estuve en reposo absoluto en el hospital para poder sostenerlo más tiempo dentro y aumentar sus posibilidades de vida. Un día más en mi “guatita”, era una semana menos en incubadora. Me colocaron las inyecciones para madurar los pulmones, tomaba remedios seis veces al día y me debía mantener acostada. Solo a ratos podía sentarme en la cama.
Hasta que llegó el día tan temido.
Las contracciones partieron un lunes catorce de agosto en la madrugada. Continuaron alejadas toda la mañana. A las dos de la tarde me hicieron una ecografía, menos mal que no tuve contracciones en ese momento, puesto que yo no quería decir nada; me iba a aguantar el mayor tiempo posible con mi bebé adentro.
Por la tarde, las contracciones continuaron cada vez más seguidas, pero yo no quería. Un día. Solo un día más pedía al cielo. Todavía era demasiado chiquitito y quedaban horas para que la inyección de los pulmones hiciera efecto.
A las siete y media de la tarde, las mamás que compartían pieza conmigo se preocuparon demasiado. Toda la tarde habían querido ir a avisarle a la matrona que yo estaba mal. Sin embargo, yo me negaba, les decía que podía aguantar un poco más. Pero a esa hora las contracciones eran más dolorosas y más seguidas. De hecho, no se terminaba una cuando empezaba la otra. Aun así, yo quería esperar, mis compañeras de sala, no. Fueron a buscar a la matrona. Me llevaron de inmediato a preparto.
―Doctor ―le dijo una de las matronas de allí al obstetra―, la vamos a monitorear primero para ver cómo van las contracciones.
―No hace falta ―le respondió agachándose un poco para mirarme―, es cosa de mirarle la cara. A pabellón altiro.
Era un doctor de edad. Yo me puse a llorar, me tomó la cara y me hizo que lo mirara.
―No te prometo nada, pero con la tecnología de hoy, tu bebé tiene muchas posibilidades de vivir. Tienes que ser fuerte, y llorar solo lo hace sufrir más a él y ya tiene un sufrimiento fetal sin el líquido, así que deja de llorar que tu hijo te necesita. Ya llorarás cuando lo tengas en tu casa, sano y salvo. Por ahora, y mientras esté aquí, te necesita fuerte, tu fortaleza tiene que alcanzar para los dos, ¿ya? ―me explicó con firmeza a la vez que con mucha ternura.
Asentí con la cabeza, me sequé las lágrimas, me tragué el llanto y en silencio le envié fuerzas a mi pequeño.
Nació a las ocho de la noche. No lo vi, se lo llevaron a Neo de inmediato, ya tenían todo listo: incubadora, un pediatra, un neonatólogo, una matrona de prematuros, un cardiólogo, y no sé quién más, pero había mucha gente, con dos hijos anteriores, estaba segura de que eran mucho más personal que el necesario para un parto cesárea. Se ponían de acuerdo, se daban órdenes, se oían las carreras...
Y de pronto, el silencio como un plomo. Parecía un silencio como de muerte.
El doctor, que fue el único que quedó allí, al menos el único que veía, me miró y me sonrió.
―Ya pasó lo peor, ¿viste? Se lo llevaron a Neonatología, más tarde va a venir una matrona a darte un informe. Ahora descansa, tú que puedes, yo tengo que seguir trabajando ―bromeó melodramático y me enseñó la aguja de sutura.
Cerré los ojos y el doctor se puso a tararear una canción muy alegre. Debo haberme dormido porque cuando abrí los ojos, había un joven al lado mío que me miraba muy fijo.
―Hola ―me saludó―, ¿cómo te sientes?
―Con frío ―respondí.
Se dio la vuelta, tomó una manta y me la puso encima, a pesar de que ya tenía una.
―¿Mejor?
―Sí.
―¿Náuseas, dolor de cabeza?
―No. Solo frío y sueño.
No me atreví a preguntar por mi bebé.
―Duerma un rato, está en post operatorio, de ahí la van a llevar a la sala.
―Gracias.
―Yo voy a estar por aquí, por si necesita algo.
―Ya ―respondí apenas y me debo haber dormido.
A la una llegó la matrona a contarme que mi hijo estaba conectado a respirador, que pesó 720 gramos, que nació con muy poco tono muscular, pero que había pasado las primeras horas más críticas.
Estaba estable dentro de su gravedad.
Aquella noche fue la primera vez que escuché esa frase. Para mí, con el tiempo, se convirtió en una frase maldita.
Al día siguiente el doctor me autorizó a ir a verlo. Mi impresión fue mayúscula al verlo ahí, en una caja de vidrio, conectado a un montón de tubos, con sus ojos vendados, su cara tapada casi por completo por un parche curita. Los pañales eran inmensos y eso que eran de prematuro y estaban cortados. Y el tono de su piel... Era un rojo-morado horrible.
―Abra la incubadora ―me indicó una matrona― y meta los brazos para que lo toque, no hay mucho espacio libre, pero al menos para que la sienta.
Mi dedo índice era del tamaño de su bracito. Era impresionante verlo. Cuando sintió mi dedo, sonrió y comenzó a mover las patitas.
A veces se cansaba de luchar 

―¡Mire como se llena de motivos! ―exclamó la matrona―. Háblele, que sepa que usted está aquí.
Le hablé, le canté y el tiempo se me hizo corto para estar con él.
―Es un guerrero ―me dijo la matrona antes de irme―. Saldrá adelante.
De ahí en adelante, cada vez que iba verlo, su diagnóstico era el mismo. Estable dentro de su gravedad, estable dentro de su gravedad, estable dentro de su gravedad.
Lo peor era su significado. Estaba grave. Toda persona grave tiene un riesgo de morir. Estable es que no mejora ni empeora. Está ahí. Se mantiene. No está peor, pero tampoco mejor y, en cualquier momento, una infección, un resfrío... Y se muere.
De hecho, un día llegué y comprendí que estable dentro de su gravedad no era tan malo.
―No está respondiendo al tratamiento ―me dijo la doctora de turno―. Le hemos cambiado cuatro veces el tratamiento y no hay caso. Ayer en la noche llegó el último tratamiento posible desde Estados Unidos, pero tampoco está respondiendo, es como si él no quisiera luchar. Pase un ratito más a verlo y traten de estar en la casa preparados, en cualquier momento los llamaremos.
Esa vez me quebré. Lloré. Se acercó otra doctora y me dijo que tuviera fe, que todavía no se había dicho la última palabra, que ese no era el primer susto que les hacía pasar mi Benjamín, que le gustaba llamar la atención, pero que saldría adelante, que ella estaba segura de eso y que yo también debía estarlo.
Todo un guerrero con su puño empuñado, dispuesto a dar la lucha

Volví a hacer lo mismo que cuando iba a nacer, me tragué el llanto y me fui a la incubadora, ese día estaba particularmente cansado, se le veía sin ganas.
―Hola, mi pequeño, yo sé que estás cansado, aburrido de tanta cosa, mi amor, y si ya no quieres seguir luchando, lo voy a entender, pero afuera están tus hermanitos que te quieren conocer. Yo sé que es difícil y si te quieres rendir... Te amo, mi bebé, te amamos mucho y solo queremos que estés bien.
Me despedí de él y me fui. Aquella noche mi esposo llegó triste, había pasado al hospital, como cada tarde después del trabajo, y el diagnóstico seguía siendo el mismo, no respondía al tratamiento y estaba empeorando por ratos.
En ese momento deseé escuchar el “estable dentro de su gravedad”.
A las cuatro de la mañana sonó el teléfono de la casa. El corazón se me paralizó y la respiración se me congeló. Nos miramos con mi esposo, ninguno de los dos quería contestar, así que pusimos el altavoz.
―Juanito... ―Un borracho se había equivocado de teléfono.
Por un lado, maldije al tipo, por otro, agradecí que no hubiese sido una llamada del hospital.
Al día siguiente, llegué temprano al hospital y mi pequeño no estaba en su sala. Me asusté y pregunté por él. Lo habían pasado a Tratamiento Intermedio. Había salido de UCI. Estaba mejor.
De ahí en adelante, durante un mes, fue un constante deambular entre UCI, TIM. Un día amaneció con una patita amarrada a una mantilla que salía hacia afuera de la incubadora. Había hecho apnea toda la noche, así es que le pusieron la mantilla para tirarle la patita y que reaccionara en tanto la matrona se preparaba para atenderlo. A ratos, solo bastaba tirarle la patita, ese invento lo bautizaron como “Benjapneador”. Sí que le gustaba llamar la atención.
El día que llegué y ya estaba en cuna, fue un momento inolvidable. Entré y lo vi de inmediato. Se veía tan pequeño. Lo tomé en brazos y le di pecho directo de mí. Segunda vez que podía sentirlo así, la primera fue el 19 de septiembre cuando me lo dio la matrona aprovechando que era feriado y no había mucho personal ni médicos por allí.
Unos días después, pude enseñárselo a sus hermanos a través del vidrio de la puerta. Ellos también tuvieron su cuota de sufrimiento, ya que, al no tener familia con quien dejarlos, tenían que irse conmigo al hospital y quedarse en las escaleras esperando las horas que fueran necesarias. Con once y siete años no podía dejarlos solos en la casa, menos cuando el trayecto del hospital a la casa era de más de una hora y del trabajo de mi esposo, casi dos.
El día de alta fue un día especial para nosotros. Los hermanos se pudieron conocer y se amaron de inmediato. Los dos mayores siempre estuvieron al pendiente de su hermano menor y, cuando empezó el bullying en el colegio, fueron ellos los que se dieron cuenta. En segundo básico, cuando nos enteramos del diagnóstico de Trastorno del Espectro Autista, mejor conocido como Asperger, fueron sus hermanos los que entraron a su mundo a buscarlo para traerlo al nuestro. Claro que eso es harina de otro costal, quizás, en otro post, pueda hablar de ello.
Muchas gracias por leer esta experiencia que viví y que quizá también la estés viviendo, o alguien de tu entorno, o la vivieron. Cada experiencia es diferente, pero recuerden, todo pasa por algo y siempre, siempre, siempre, uno debe sacar las mejores enseñanzas y las mejores experiencias, por más dolorosas que sean. La fortaleza que no creí que tenía, la aprendí de esos momentos de angustia.
Ah, y la última cosa antes de despedirme: ahora, después de once años, vine a llorar por mi hijo, cuando escribí esto. Antes no me había sentado a pensar en lo dolorosa y angustiante que fue toda esa etapa.
Un abrazo y recuerden, los prematuros son guerreros, algunos salen adelante, otros se quedan en el camino, pero no es por cobardía, es por cansancio o, porque quizás, este mundo todavía no está preparado para ellos.

Once años después.. 😍

Abrazos y gracias por leer, ojalá comenten sus experiencias 💕

Freya Asgard



8 comentarios:

  1. Que bueno leer esta experiencia.
    A mí me tocó estar en el lugar del Benja, me ayudó a entender a mi mamá y su manera de criar.
    Gracias por compartirla

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    1. Me alegra que puedas verlo desde el otro punto de vista <3 Son unos luchadores que van contra todo <3

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  2. Disfruta de tu guerrero y de sus fieles compañeros de viaje. Gracias.

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    1. Gracias, así lo hago día a día pues sé que es un regalo, aunque demos por sentada la vida, no es así y hay que disfrutarla siempre <3 <3

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  3. Con lágrimas en los ojos te digo:¡somos guerreras, mi Freyi! Y nuestros hijos también; y ni que decir de sus padres, esos hombres que darían todo por sus hijos. Somos guerreras y afortunadas.

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    1. Así es mi querida amiga, somos de las familias guerreras que salen adelante pese a todo. Te quiero, mi amiga, un abrazo gigante <3 <3

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  4. Te odio Freya, lloré. Gracias por compartir tu experienciz.

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