“Estable dentro de su gravedad”. Frase que escuché decir
muchas veces a los médicos y matronas del Servicio de Neonatología del Hospital
Regional de Antofagasta. Son palabras que todavía resuenan en mi cabeza y que
cada vez que las escucho de algún amigo, familiar o en la televisión, se
remueve todo mi interior. ¿Por qué?
Soy escritora, mujer y madre de tres hijos. Del último es de
quien les hablaré. Un niño prematuro de 21 semanas y 720 g.
Yo había perdido el líquido amniótico y durante dos semanas
estuve en reposo absoluto en el hospital para poder sostenerlo más tiempo
dentro y aumentar sus posibilidades de vida. Un día más en mi “guatita”, era
una semana menos en incubadora. Me colocaron las inyecciones para madurar los
pulmones, tomaba remedios seis veces al día y me debía mantener acostada. Solo
a ratos podía sentarme en la cama.
Hasta que llegó el día tan temido.
Las contracciones partieron un lunes catorce de agosto en la
madrugada. Continuaron alejadas toda la mañana. A las dos de la tarde me hicieron
una ecografía, menos mal que no tuve contracciones en ese momento, puesto que
yo no quería decir nada; me iba a aguantar el mayor tiempo posible con mi bebé
adentro.
Por la tarde, las contracciones continuaron cada vez más
seguidas, pero yo no quería. Un día. Solo un día más pedía al cielo. Todavía
era demasiado chiquitito y quedaban horas para que la inyección de los pulmones
hiciera efecto.
A las siete y media de la tarde, las mamás que compartían
pieza conmigo se preocuparon demasiado. Toda la tarde habían querido ir a
avisarle a la matrona que yo estaba mal. Sin embargo, yo me negaba, les decía
que podía aguantar un poco más. Pero a esa hora las contracciones eran más
dolorosas y más seguidas. De hecho, no se terminaba una cuando empezaba la otra.
Aun así, yo quería esperar, mis compañeras de sala, no. Fueron a buscar a la
matrona. Me llevaron de inmediato a preparto.
―Doctor
―le dijo una de las matronas de allí al obstetra―, la vamos a monitorear
primero para ver cómo van las contracciones.
―No hace
falta ―le respondió agachándose un poco para mirarme―, es cosa de mirarle la
cara. A pabellón altiro.
Era un
doctor de edad. Yo me puse a llorar, me tomó la cara y me hizo que lo mirara.
―No te
prometo nada, pero con la tecnología de hoy, tu bebé tiene muchas posibilidades
de vivir. Tienes que ser fuerte, y llorar solo lo hace sufrir más a él y ya
tiene un sufrimiento fetal sin el líquido, así que deja de llorar que tu hijo
te necesita. Ya llorarás cuando lo tengas en tu casa, sano y salvo. Por ahora,
y mientras esté aquí, te necesita fuerte, tu fortaleza tiene que alcanzar para
los dos, ¿ya? ―me explicó con firmeza a la vez que con mucha ternura.
Asentí
con la cabeza, me sequé las lágrimas, me tragué el llanto y en silencio le
envié fuerzas a mi pequeño.
Nació a
las ocho de la noche. No lo vi, se lo llevaron a Neo de inmediato, ya tenían
todo listo: incubadora, un pediatra, un neonatólogo, una matrona de prematuros,
un cardiólogo, y no sé quién más, pero había mucha gente, con dos hijos
anteriores, estaba segura de que eran mucho más personal que el necesario para
un parto cesárea. Se ponían de acuerdo, se daban órdenes, se oían las
carreras...
Y de
pronto, el silencio como un plomo. Parecía un silencio como de muerte.
El
doctor, que fue el único que quedó allí, al menos el único que veía, me miró y
me sonrió.
―Ya
pasó lo peor, ¿viste? Se lo llevaron a Neonatología, más tarde va a venir una
matrona a darte un informe. Ahora descansa, tú que puedes, yo tengo que seguir
trabajando ―bromeó melodramático y me enseñó la aguja de sutura.
Cerré
los ojos y el doctor se puso a tararear una canción muy alegre. Debo haberme
dormido porque cuando abrí los ojos, había un joven al lado mío que me miraba
muy fijo.
―Hola ―me
saludó―, ¿cómo te sientes?
―Con
frío ―respondí.
Se dio
la vuelta, tomó una manta y me la puso encima, a pesar de que ya tenía una.
―¿Mejor?
―Sí.
―¿Náuseas,
dolor de cabeza?
―No.
Solo frío y sueño.
No me
atreví a preguntar por mi bebé.
―Duerma
un rato, está en post operatorio, de ahí la van a llevar a la sala.
―Gracias.
―Yo voy
a estar por aquí, por si necesita algo.
―Ya ―respondí
apenas y me debo haber dormido.
A la
una llegó la matrona a contarme que mi hijo estaba conectado a respirador, que
pesó 720 gramos, que nació con muy poco tono muscular, pero que había pasado
las primeras horas más críticas.
Estaba
estable dentro de su gravedad.
Aquella
noche fue la primera vez que escuché esa frase. Para mí, con el tiempo, se
convirtió en una frase maldita.
Al día
siguiente el doctor me autorizó a ir a verlo. Mi impresión fue mayúscula al
verlo ahí, en una caja de vidrio, conectado a un montón de tubos, con sus ojos
vendados, su cara tapada casi por completo por un parche curita. Los pañales
eran inmensos y eso que eran de prematuro y estaban cortados. Y el tono de su
piel... Era un rojo-morado horrible.
―Abra
la incubadora ―me indicó una matrona― y meta los brazos para que lo toque, no
hay mucho espacio libre, pero al menos para que la sienta.
Mi dedo
índice era del tamaño de su bracito. Era impresionante verlo. Cuando sintió mi
dedo, sonrió y comenzó a mover las patitas.
A veces se cansaba de luchar |
―¡Mire
como se llena de motivos! ―exclamó la matrona―. Háblele, que sepa que usted
está aquí.
Le
hablé, le canté y el tiempo se me hizo corto para estar con él.
―Es un
guerrero ―me dijo la matrona antes de irme―. Saldrá adelante.
De ahí
en adelante, cada vez que iba verlo, su diagnóstico era el mismo. Estable
dentro de su gravedad, estable dentro de su gravedad, estable dentro de su
gravedad.
Lo peor
era su significado. Estaba grave. Toda persona grave tiene un riesgo de morir.
Estable es que no mejora ni empeora. Está ahí. Se mantiene. No está peor, pero
tampoco mejor y, en cualquier momento, una infección, un resfrío... Y se muere.
De
hecho, un día llegué y comprendí que estable dentro de su gravedad no era tan
malo.
―No
está respondiendo al tratamiento ―me dijo la doctora de turno―. Le hemos
cambiado cuatro veces el tratamiento y no hay caso. Ayer en la noche llegó el
último tratamiento posible desde Estados Unidos, pero tampoco está
respondiendo, es como si él no quisiera luchar. Pase un ratito más a verlo y
traten de estar en la casa preparados, en cualquier momento los llamaremos.
Esa vez
me quebré. Lloré. Se acercó otra doctora y me dijo que tuviera fe, que todavía
no se había dicho la última palabra, que ese no era el primer susto que les
hacía pasar mi Benjamín, que le gustaba llamar la atención, pero que saldría
adelante, que ella estaba segura de eso y que yo también debía estarlo.
Todo un guerrero con su puño empuñado, dispuesto a dar la lucha |
Volví a
hacer lo mismo que cuando iba a nacer, me tragué el llanto y me fui a la
incubadora, ese día estaba particularmente cansado, se le veía sin ganas.
―Hola,
mi pequeño, yo sé que estás cansado, aburrido de tanta cosa, mi amor, y si ya
no quieres seguir luchando, lo voy a entender, pero afuera están tus hermanitos
que te quieren conocer. Yo sé que es difícil y si te quieres rendir... Te amo,
mi bebé, te amamos mucho y solo queremos que estés bien.
Me
despedí de él y me fui. Aquella noche mi esposo llegó triste, había pasado al
hospital, como cada tarde después del trabajo, y el diagnóstico seguía siendo
el mismo, no respondía al tratamiento y estaba empeorando por ratos.
En ese
momento deseé escuchar el “estable dentro de su gravedad”.
A las
cuatro de la mañana sonó el teléfono de la casa. El corazón se me paralizó y la
respiración se me congeló. Nos miramos con mi esposo, ninguno de los dos quería
contestar, así que pusimos el altavoz.
―Juanito...
―Un borracho se había equivocado de teléfono.
Por un
lado, maldije al tipo, por otro, agradecí que no hubiese sido una llamada del
hospital.
Al día
siguiente, llegué temprano al hospital y mi pequeño no estaba en su sala. Me
asusté y pregunté por él. Lo habían pasado a Tratamiento Intermedio. Había
salido de UCI. Estaba mejor.
De ahí
en adelante, durante un mes, fue un constante deambular entre UCI, TIM. Un día
amaneció con una patita amarrada a una mantilla que salía hacia afuera de la
incubadora. Había hecho apnea toda la noche, así es que le pusieron la mantilla
para tirarle la patita y que reaccionara en tanto la matrona se preparaba para
atenderlo. A ratos, solo bastaba tirarle la patita, ese invento lo bautizaron
como “Benjapneador”. Sí que le gustaba llamar la atención.
El día
que llegué y ya estaba en cuna, fue un momento inolvidable. Entré y lo vi de
inmediato. Se veía tan pequeño. Lo tomé en brazos y le di pecho directo de mí. Segunda
vez que podía sentirlo así, la primera fue el 19 de septiembre cuando me lo dio
la matrona aprovechando que era feriado y no había mucho personal ni médicos
por allí.
Unos
días después, pude enseñárselo a sus hermanos a través del vidrio de la puerta.
Ellos también tuvieron su cuota de sufrimiento, ya que, al no tener familia con
quien dejarlos, tenían que irse conmigo al hospital y quedarse en las escaleras
esperando las horas que fueran necesarias. Con once y siete años no podía
dejarlos solos en la casa, menos cuando el trayecto del hospital a la casa era
de más de una hora y del trabajo de mi esposo, casi dos.
El día
de alta fue un día especial para nosotros. Los hermanos se pudieron conocer y
se amaron de inmediato. Los dos mayores siempre estuvieron al pendiente de su
hermano menor y, cuando empezó el bullying en el colegio, fueron ellos los que
se dieron cuenta. En segundo básico, cuando nos enteramos del diagnóstico de
Trastorno del Espectro Autista, mejor conocido como Asperger, fueron sus hermanos
los que entraron a su mundo a buscarlo para traerlo al nuestro. Claro que eso
es harina de otro costal, quizás, en otro post, pueda hablar de ello.
Muchas
gracias por leer esta experiencia que viví y que quizá también la estés
viviendo, o alguien de tu entorno, o la vivieron. Cada experiencia es
diferente, pero recuerden, todo pasa por algo y siempre, siempre, siempre, uno
debe sacar las mejores enseñanzas y las mejores experiencias, por más dolorosas
que sean. La fortaleza que no creí que tenía, la aprendí de esos momentos de
angustia.
Ah, y
la última cosa antes de despedirme: ahora, después de once años, vine a llorar
por mi hijo, cuando escribí esto. Antes no me había sentado a pensar en lo
dolorosa y angustiante que fue toda esa etapa.
Un abrazo
y recuerden, los prematuros son guerreros, algunos salen adelante, otros se
quedan en el camino, pero no es por cobardía, es por cansancio o, porque
quizás, este mundo todavía no está preparado para ellos.
Once años después.. 😍 |
Abrazos
y gracias por leer, ojalá comenten sus experiencias 💕
Freya
Asgard
Que bueno leer esta experiencia.
ResponderEliminarA mí me tocó estar en el lugar del Benja, me ayudó a entender a mi mamá y su manera de criar.
Gracias por compartirla
Me alegra que puedas verlo desde el otro punto de vista <3 Son unos luchadores que van contra todo <3
EliminarDisfruta de tu guerrero y de sus fieles compañeros de viaje. Gracias.
ResponderEliminarGracias, así lo hago día a día pues sé que es un regalo, aunque demos por sentada la vida, no es así y hay que disfrutarla siempre <3 <3
EliminarCon lágrimas en los ojos te digo:¡somos guerreras, mi Freyi! Y nuestros hijos también; y ni que decir de sus padres, esos hombres que darían todo por sus hijos. Somos guerreras y afortunadas.
ResponderEliminarAsí es mi querida amiga, somos de las familias guerreras que salen adelante pese a todo. Te quiero, mi amiga, un abrazo gigante <3 <3
EliminarTe odio Freya, lloré. Gracias por compartir tu experienciz.
ResponderEliminarJejejee... No era mi intención <3
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