La violencia. Es la primera
palabra que se me cruza por la mente; hubiera querido comenzar con algo más
positivo, pero debido a que es un tema tan actual, y a la vez que ha estado
presente en la memoria colectiva no solo en Chile, sino a nivel mundial, deseo
hacer un paréntesis y contar una historia con respecto a esto. Podríamos hablar
sobre los diferentes tipos de violencia que existe, pues lo primero que
pensamos es que esta solo se genera de forma física, o lo asociamos
directamente con ello: golpes, heridas, empujes, cachetadas o patadas, cuando
hay una violencia solapada y hasta justificada en la mayoría de los casos,
desconociendo que esta puede ser tan perjudicial como la tangible.
Sin embargo, como existe el
ocultamiento y el freno de quienes la padecen, ya sea por temor a la sociedad,
crítica, falta de credibilidad, o simplemente el juzgamiento por parte del
entorno, hay personas que se atreven a dar el primer paso para salir de ella,
por más heridas se lleven a cuesta.
Hay una frase del maravilloso
Gabriel García Márquez con la cual quisiera empezar a relatar la historia que
señala: "Y he llegado a la conclusión de que si las cicatrices enseñan;
las caricias también". He ahí el título de este relato.
Las cicatrices enseñan, ¿puede
ser?
No siempre, por mucho la cicatriz
sea oscura, y cada vez que te la mires te recuerde ese mal momento, pero ¿seremos
capaces de mantenerla así? ¿Intacta? ¿O le seguiremos haciendo pequeñas
incrustaciones cometiendo o aceptando el mismo error? ¿La herida física puede hacerte
tambalear pensando que la cicatriz de tu alma estaba ya curada?
Es difícil porque cada herida es
una historia. No obstante, es una cuando esa persona ha tenido relevancia en tu
vida, pues si no, solo lo dejaría como un simple moretón que, al pasar de los
días, ni el amarillo amoratado tendrá importancia.
Es la cicatriz la que te hace
recordar "no lo hagas" "ni se te ocurra". Pero ¿acaso los
humanos por más heridas que tengamos solemos tener ese gusto morboso por
sufrir? Es como si el dolor estuviera intrínseco en nuestro ADN como una
tortura solapada que se presenta como incluso advertencia.
Y, aun así, seguimos. Muchas veces
a conciencia.
Y eso era lo que le había pasado
a mi vecina.
Decía sentirse libre, ¡al fin!
Pero libre gracias a un papel, o ¿a su alma que hacía tanto estaba sangrando?
Como muchas veces le dije: nadie
tiene derecho a humillar o utilizar el bajo recurso de tu dolor para sentirse
más fuerte. Todo depende de ti.
Pero ella solo decía escudarse en
sus hijos.
Pues no parecía así, pues por
lógica evitaría a toda costa que mis hijos presenciaran discusiones de alto calibre,
y lo más terrible; golpes.
Una mala relación repercute no
solo a la pareja, sino a los hijos, familia y en general, hasta en amistades.
Sí, hablar de afuera es fácil, ya
que se tiene una lista con principios e incluso con lo que no harías, y de
verdad que se puede, sin embargo, se hace cuando has pasado por diversos
problemas o tienes la sensibilidad absoluta para tratar de entender y ponerte
en el pellejo ajeno, algo que es muy difícil.
Mi vecina tenía todo el armamento
necesario para rehacer su vida, pero la dependencia de su entonces exmarido la
coartaba. Tenía un buen trabajo, una educación altísima, unos hijos
maravillosos, casi la familia perfecta. Solo era que su marido era la piedra
del tope que, si bien era cierto, no era un tipo grosero en nuestra presencia -al
menos jamás presencié o escuché peleas, pero a puertas cerradas-, parecía ser
todo lo contrario.
Era un hombre parco, sin mucha
expresión, y para qué decir que se había quedado estancado en el siglo XX
dentro de los años cincuenta o tal vez más atrás, con el pensamiento de que la
mujer es la que cría y está en los deberes cotidianos de todo hogar, y el
hombre es el proveedor y el cual decide ante cualquier situación.
Yo creo que era solo soberbia y
de implantar su rol de macho. Ese que gana menos sueldo que la esposa.
Y vaya que eso le dolía. Pues mi
vecina me lo había confiado hace mucho. Lo que, para tratar de pasar
desapercibida ante su sufrimiento, mostraba su amplia sonrisa pasando a otro
tema.
Era casi imaginar la cara de
Marcela en una caluga de diario promocionando algún cosmético a lo pin up girl, pues su sonrisa prediseñada
para ocultar sus ojos rojos luego de haber llorado horas. Una luz, cámara y
acción y todo quedaba olvidado.
Yo miraba a mi amiga, y era una
mujer en sus nacientes cuarenta. Una mujer guapa, avasalladora, y eso era lo
que me causaba discordancia, ¿por qué tolerar lo que podría haber terminado
desde hacía mucho?
¿La sociedad? ¿El qué dirán? o,
"es solo una fase".
Oh, sí, una de veinte largos
años...
Y sí, me podría haber dicho
"es el amor", "lo amo". ¿Puedes amar a alguien que te trata
como ciudadana de segunda categoría? Definitivamente, eso no es a lo que yo
llamaría amor.
Eran veinte cicatrices. Veinte
años viviendo de heridas y paños fríos.
Pero algo había pasado. Marcela
había logrado de alguna forma ir borrando esas heridas. Esas que, aunque
parezcan marcadas ya no hacen daño, no provocan escozor, sino el ímpetu de
salir adelante.
Lo gracioso es que su ex no puso
objeción, lo que, por conclusión, el tipo ya tenía compañía.
¿Qué nos hace tomar decisiones
buenas o malas en un dos por tres?
¿Es un chispazo divino?
Pero, el punto era que Marcela lo
había tenido. Había decidido a cambiar las cicatrices por caricias. No unas de
un amante o de alguien que viniera a su rescate, sino, a un cariño propio. Un
respeto hacia sí misma.
En conclusión.
Las heridas, las cicatrices te
hacen recordar, pero la idea es que esas remembranzas sean de orgullo de que
saliste invicta, aunque el sanar haya tenido ciertas consecuencias y dolencias.
Las caricias propias son las
principales, pues, ¿cómo entregar amor si no eres cariñosa contigo misma?
Procura curar tu corazón.
Ponle alcohol, agua oxigenada,
una crema cicatrizante y deja que la herida se cure gracias al viento que este
todo se lo lleva al final.
Cuando sientas que ya no escuece,
pasa tu mano sobre ella, di que la amas a pesar de haberte molestado tanto. Haz
las paces con ella, pero no te permitas crecer bajo llagas, pues como seres
humanos pensamos y podemos evitar dejar rastros. Es solo de confiar un poco más
en nuestros instintos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario