lunes, 30 de abril de 2018

¿Seguir sangrando o madurando?


La violencia. Es la primera palabra que se me cruza por la mente; hubiera querido comenzar con algo más positivo, pero debido a que es un tema tan actual, y a la vez que ha estado presente en la memoria colectiva no solo en Chile, sino a nivel mundial, deseo hacer un paréntesis y contar una historia con respecto a esto. Podríamos hablar sobre los diferentes tipos de violencia que existe, pues lo primero que pensamos es que esta solo se genera de forma física, o lo asociamos directamente con ello: golpes, heridas, empujes, cachetadas o patadas, cuando hay una violencia solapada y hasta justificada en la mayoría de los casos, desconociendo que esta puede ser tan perjudicial como la tangible.
Sin embargo, como existe el ocultamiento y el freno de quienes la padecen, ya sea por temor a la sociedad, crítica, falta de credibilidad, o simplemente el juzgamiento por parte del entorno, hay personas que se atreven a dar el primer paso para salir de ella, por más heridas se lleven a cuesta.
Hay una frase del maravilloso Gabriel García Márquez con la cual quisiera empezar a relatar la historia que señala: "Y he llegado a la conclusión de que si las cicatrices enseñan; las caricias también". He ahí el título de este relato.

Las cicatrices enseñan, ¿puede ser?

No siempre, por mucho la cicatriz sea oscura, y cada vez que te la mires te recuerde ese mal momento, pero ¿seremos capaces de mantenerla así? ¿Intacta? ¿O le seguiremos haciendo pequeñas incrustaciones cometiendo o aceptando el mismo error? ¿La herida física puede hacerte tambalear pensando que la cicatriz de tu alma estaba ya curada?

Es difícil porque cada herida es una historia. No obstante, es una cuando esa persona ha tenido relevancia en tu vida, pues si no, solo lo dejaría como un simple moretón que, al pasar de los días, ni el amarillo amoratado tendrá importancia.

Es la cicatriz la que te hace recordar "no lo hagas" "ni se te ocurra". Pero ¿acaso los humanos por más heridas que tengamos solemos tener ese gusto morboso por sufrir? Es como si el dolor estuviera intrínseco en nuestro ADN como una tortura solapada que se presenta como incluso advertencia.

Y, aun así, seguimos. Muchas veces a conciencia.

Y eso era lo que le había pasado a mi vecina.

Decía sentirse libre, ¡al fin! Pero libre gracias a un papel, o ¿a su alma que hacía tanto estaba sangrando?

Como muchas veces le dije: nadie tiene derecho a humillar o utilizar el bajo recurso de tu dolor para sentirse más fuerte. Todo depende de ti.

Pero ella solo decía escudarse en sus hijos.

Pues no parecía así, pues por lógica evitaría a toda costa que mis hijos presenciaran discusiones de alto calibre, y lo más terrible; golpes.

Una mala relación repercute no solo a la pareja, sino a los hijos, familia y en general, hasta en amistades.

Sí, hablar de afuera es fácil, ya que se tiene una lista con principios e incluso con lo que no harías, y de verdad que se puede, sin embargo, se hace cuando has pasado por diversos problemas o tienes la sensibilidad absoluta para tratar de entender y ponerte en el pellejo ajeno, algo que es muy difícil.

Mi vecina tenía todo el armamento necesario para rehacer su vida, pero la dependencia de su entonces exmarido la coartaba. Tenía un buen trabajo, una educación altísima, unos hijos maravillosos, casi la familia perfecta. Solo era que su marido era la piedra del tope que, si bien era cierto, no era un tipo grosero en nuestra presencia -al menos jamás presencié o escuché peleas, pero a puertas cerradas-, parecía ser todo lo contrario.
Era un hombre parco, sin mucha expresión, y para qué decir que se había quedado estancado en el siglo XX dentro de los años cincuenta o tal vez más atrás, con el pensamiento de que la mujer es la que cría y está en los deberes cotidianos de todo hogar, y el hombre es el proveedor y el cual decide ante cualquier situación.

Yo creo que era solo soberbia y de implantar su rol de macho. Ese que gana menos sueldo que la esposa.

Y vaya que eso le dolía. Pues mi vecina me lo había confiado hace mucho. Lo que, para tratar de pasar desapercibida ante su sufrimiento, mostraba su amplia sonrisa pasando a otro tema.

Era casi imaginar la cara de Marcela en una caluga de diario promocionando algún cosmético a lo pin up girl, pues su sonrisa prediseñada para ocultar sus ojos rojos luego de haber llorado horas. Una luz, cámara y acción y todo quedaba olvidado.
Yo miraba a mi amiga, y era una mujer en sus nacientes cuarenta. Una mujer guapa, avasalladora, y eso era lo que me causaba discordancia, ¿por qué tolerar lo que podría haber terminado desde hacía mucho?

¿La sociedad? ¿El qué dirán? o, "es solo una fase".

Oh, sí, una de veinte largos años...

Y sí, me podría haber dicho "es el amor", "lo amo". ¿Puedes amar a alguien que te trata como ciudadana de segunda categoría? Definitivamente, eso no es a lo que yo llamaría amor.

Eran veinte cicatrices. Veinte años viviendo de heridas y paños fríos.

Pero algo había pasado. Marcela había logrado de alguna forma ir borrando esas heridas. Esas que, aunque parezcan marcadas ya no hacen daño, no provocan escozor, sino el ímpetu de salir adelante.

Lo gracioso es que su ex no puso objeción, lo que, por conclusión, el tipo ya tenía compañía.

¿Qué nos hace tomar decisiones buenas o malas en un dos por tres?

¿Es un chispazo divino?

Pero, el punto era que Marcela lo había tenido. Había decidido a cambiar las cicatrices por caricias. No unas de un amante o de alguien que viniera a su rescate, sino, a un cariño propio. Un respeto hacia sí misma.

En conclusión.

Las heridas, las cicatrices te hacen recordar, pero la idea es que esas remembranzas sean de orgullo de que saliste invicta, aunque el sanar haya tenido ciertas consecuencias y dolencias.

Las caricias propias son las principales, pues, ¿cómo entregar amor si no eres cariñosa contigo misma?

Procura curar tu corazón.

Ponle alcohol, agua oxigenada, una crema cicatrizante y deja que la herida se cure gracias al viento que este todo se lo lleva al final.

Cuando sientas que ya no escuece, pasa tu mano sobre ella, di que la amas a pesar de haberte molestado tanto. Haz las paces con ella, pero no te permitas crecer bajo llagas, pues como seres humanos pensamos y podemos evitar dejar rastros. Es solo de confiar un poco más en nuestros instintos.

Gracias por tu tiempo en leerme.
León.

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